¿Qué onda este año que termina? Me cuesta hacer un balance, el año pasado me costó mucho menos, quizá porque todo terminó siendo tan reciente que los recuerdos ("visiones del pasado", como dice un amigo) estaban frescos, ahí, presentes. ¿Cómo fue el 2005 para ustedes? ¿Qué logros personales, familiares, laborales, académicos, destacan? ¿Fue como lo imaginaron, fue mejor o peor de lo que pensaban al inicio? No puedo hacer un balance, sí puedo decir que he intentado "vivir". Y por el momento me ha salido bien, y en otros instantes me ha costado bastante. Me reí más que en otros años, abracé más que en otros meses, lloré menos que antes, pero me dolieron más cosas. Dije que no más seguido que en otros lustros y miré hacia los ojos menos que en otras oportunidades. ¿Y ustedes? Se esperan opiniones, quizá yo me esté olvidando de algo.
El 2005, "mi" 2005, en fotos:
El del colectivo que vende golosinas. El que junta cartones. Aquel que duerme en el microcentro apenas tapado por una manta. Ese que deambula sin molestar a nadie, todo sucio. Uno que está en una celda, otro con una enfermedad terminal. Una mamá sin su hijo, un nieto sin su abuelo, una tía sin compañía, un jubilado sin familia. Un colectivero en el medio de su recorrido, un chico con escasa experiencia laboral controlando un peaje, un sereno de un edificio. Uno, dos, tres, cien, mil. Vaya uno a saber cuántos. Vaya uno a saber si creen en lo mismo que yo, si para ellos esta noche implica lo mismo que me genera a mí. Vaya uno a saber en qué pensarán, qué comerán, y en algunos casos si van a comer. Si reirán o si en realidad beben sus propias lágrimas. Si pensarán o se excluirán en una realidad soñada para evitar ese pensamiento. Esas cosas, algunas otras cosas y otras que muchas veces descarto, son las que pienso en un día como éste, mejor dicho, en "este" día. Y no pienso demasiado en mi familia, en mis amigos, al contrario de la mayoría: sé que ellos están bien, que a las doce van a levantar una copa de sidra, de champagne o de lo que sea, y que seguirán comiendo, o se podrán dar un beso y un abrazo con alguien, disfrutarán la noche, algunos saldrán y otros no pero se irán a acostar en un lugar cómodo y funcional a sus vidas. Sí, extraño gente, quiero a gente, necesito a gente y amo a gente. Pero no pienso en ellos. Pienso en todos y cada uno de los que están solos a las 12 de la noche del 24 de diciembre de cada año. Me imagino sus realidades, me imagino cómo ven a la gente que sí tiene con quién festejar. Y me apena, me apena mucho ciertamente. Y por eso pido, quizá como único deseo, que esta Navidad sea un poco menos dura y más liviana para ellos. Fundamentalmente porque no van a tener a quién abrazar dentro de un rato. Y a los que quiero, amo, extraño y deseo, sólo decirles que los quiero, los amo, los extraño y los deseo. Feliz Navidad para todos (especialmente para ellos)
Una sola anédcota pinta más o menos cierto sentimiento de pertenencia. Tenía unos trece años, tal vez alguno más, sinceramente no recuerdo. Jugábamos, como todos los sábados, en el último turno de la tanda de tres partidos, los más chicos pagábamos el derecho de piso por ello, sobre todo como visitante. Y, la verdad, no nos parecía un buen plan tener que salir con el micro del club a las 13.30 para el estadio visitante cuando en realidad nuestro partido no empezaba hasta las 18.30. Pues bien, esta semana toca "Morón". Dos partidos consecutivos que contábamos como victorias en el casillero del equipo, y mi tiempo y calidad de juego estaban inalterables. "No tiene sentido ir con el micro, si es en Morón yo consigo la dirección en el club y nos vamos directo desde casa", me dijiste y así hicimos. Llegamos a la estación, y con la dirección en la mano, empezamos a preguntar por la calle Irigoyen. "Sí, es de acá a unas nueve cuadras, más o menos", fue la primer respuesta recibida, de una señora que tenía cara de ser vecina (no sé por qué pero uno asume que determinadas caras en realidad son de vecinos). Después de nueve cuadras, llegamos a Irigoyen, pero no a la altura correspondiente, entonces la caminata continuó. Ok, llegamos. Irigoyen al 200. ¿Y el club? Nada, del club ni noticias. Hasta que pasa una persona a quien consultamos, y nos dice... ... Nada, esto iba a ser un post inmensamente largo. Y ahí quedó. Sí, llegamos al club, después de caminar cuarenta y pico de cuadras porque en vez de Hipólito Yrigoyen debíamos haber ido a "Bernardo de Irigoyen", y hablamos más que nunca en ese trayecto, y todo lo que se imaginan. Pero hoy no está. No tenía sentido seguirlo demasiado.
Ya pasaron siete años. ¿Cómo se fue? Ya lo conté el año pasado, basta con revisar el archivo, que gracias a Dios para eso está. Y se lo extraña como siempre, como desde ese día en adelante. La Nochebuena no es tan buena, el Fin de Año se agradece, por propia decisión no hay árbol de Navidad y cada festejo es acompañado por su respectiva lágrima. Y no me pregunto "¿por qué a mí?", sino "¿por qué a mí no?".
En fin, ojalá el 23 pase pronto, ojalá algún día lo decreten como el día más corto del mundo. Por lo menos tendría menos horas en el año en las cuales me sentiría mal.
"Piquete, cacerola, la lucha es una sola" Duele saber que mucha gente ha olvidado esas palabras una vez que obtuvo lo que quería: el dinero que les permitía pagar la cuota del auto, el viaje a Miami y vaya uno a saber cuántas cosas más.
Han pasado cuatro años y la imagen permanece inalterable en mi memoria visual: Después de salir de este mismo edificio en el que trabajo actualmente, casi de urgencia, cinco minutos después que vinieran a decirme que "los de provincia se pueden ir yendo", no tenía muchas alternativas para llegar a casa: un remis, que pasara "por donde se pueda", por más que los veinte pesos me dolieran más que nunca.
Teníamos una vaga idea de lo que pasaba, tan vaga que a la altura de Sarmiento y la 9 de Julio, me sorprende (y más sorprende al conductor del remis) una caravana precedida por una lluvia de piedras y, del otro lado, esa Policía que nos respeta, nos quiere y nos protege de todos los males de esta nación. El remisero pegó un volantazo para seguir camino por una calle Sarmiento atestada de autos, motos, colectivos y camiones que, por el tráfico, se parecía más a una poblada de peatones Florida un lunes a las 13 hs que a la ya mencionada Sarmiento.
Lo demás no cuenta demasiado: llegar a casa, mirarla a los ojos a mi vieja y ver esos ojos exorbitados que decían mucho más que un parte radial, que un informe de cuadro de situación de TN o que cualquier foto mostrando lo inexplicable. Perdón, tiene explicación, todo tiene explicación. Pero esto no es más que un post recordatorio.
Hace cuatro años mucha gente se reveló, otra tanta horas antes fue enviada a hacer "tal o cual cosa", como en el '89 varios locales de gente laburante fue saqueada, como si esa gente tuviera la culpa de todos los males de este país. Recuerdo la imagen de un comerciante que, prefiriendo caer en la ola de saqueos por voluntad propia a que directamente lo sorprendieran, hizo una pila de alimentos y los dejó en la calle para que los saqueadores arrasaran con todo en cuestión de segundos. También se recuerda la imagen de algunos llevándose televisores: muy posiblemente los transistores y el tubo de un 29 pulgadas tiene cualidades nutritivas que yo desconozco.
De ahí, vino el helicóptero, los enésimos presidentes en cuestión de horas, un presidente "de transición", y otro nuevo que es el que aún está. Y en el medio, decenas de familias que se quedaron sin sus seres queridos. A veces pienso que de algo sirvió, y a veces pienso lo contrario. El "que se vayan todos" duró el tiempo que los recursos de amparo contra el corralito estuvieron sin dictámen. Y hoy día, el "que se vayan todos" lo asociamos más a un programa de un canal de cable que a una verdadera decisión y firmeza ciudadana y popular.
Este post no persigue otro fin más allá que "recordar". Desde ya que está plagado de referencias y opiniones personales que poco cuentan a la hora de recordar, que sirven pura y exclusivamente para matizar, para ayudar al "primera persona" que redacta.
Si, hubieran sido hoy, más allá que tu documento dijera "6 de enero" porque la abuela no quería que hicieras la colimba "tan chiquito". Hubieran sido 60. Son 60. Feliz cumpleaños, papá. Te extrañamos mucho. Mamá, Adriana, la nieta que físicamente no conocés y yo, el que más te extraña de todos.
Hace poco, escuché decir a Diego Peretti (sí, el de los Simuladores) que "no" es una de las palabras que más placer le daba decir. Pues a mí no.
De hecho, me llena de impotencia, al menos para ciertos temas puntuales. Y ya es el segundo "no" que digo, con muchas ganas que sea un "sí". Pero cambiar ese "no" por un "sí" implicaría un montón de problemas, desencuentros, engaños, actos perjudiciales y, sobre todo, intenciones, que no tengo. No porque no quiera. Sino porque no lo siento así.
Decir que "sí" podría sonarme muy tentador, particularmente tentador. Incluso podría inclinarme a ser alguien que no soy, o que al menos creo que no soy, despreocupado de la realidad de los demás. No quiero, no tengo esas intenciones. No me dan ganas.
También reconozco en ese "no" un acto de estricta justicia con mi corazón, y un reconocimiento a las personas que me dijeron que "no" porque pensaban algo similar a lo que yo pienso y siento en este momento. Y quizá a esas personas les haya pasado lo mismo: sentir inmensas ganas de decir "sí", pero no sentirlo.
Espero no arrepentirme.
La miró una vez más. Observó detenidamente sus labios, especialmente el superior. Por un motivo no aclarado, le encantaba esa parte de su cuerpo. Especialmente el contorno de ese labio, la comisura. La forma en que caía hacia el centro de su boca. Casi que el labio derecho oficiaba de "complemento". También prestaba especial atención en su forma de vestirse. Casi que un vestido elegante, una pollera ajustada o un jean le generaban la misma sensación: admiración. No se cansaba de mirarla, nunca. Le gustaba su forma de expresarse: sin ser un clon de un diccionario temático, lo hacía con extremada precisión: contaba cada cosa con lujo de detalles, lo hacía sentir partícipe de la misma historia. También lo incluía en sus problemas: lo convertía en un actor secundario pero imprescindible a la vez, le pedía opinión; a veces hasta le hacía caso. Aceptaba sus enojos e incluso se sonrojaba y pedía disculpas, al entenderse no poseedora de la verdad.
En síntesis: lo hacía sentirse enamorado. Al menos ilusionado, encandilado, póngale el adjetivo que crea conveniente, rondando la misma idea. Lo hizo pensar una y mil veces en las cosas que podría hacer con ella, en cómo vivir cada uno de sus días juntos. En planificar, hacer, deshacer, despertar, desayunar, almorzar, cenar, mirar, escuchar, oír, decir y amar. En todas y cada una de las aristas de esos verbos. En cómo construír, reconstituír, en deshacer y rehacer, en soplar y hacer botellas mágicamente. Quería magia con ella sin usar varitas, quería volar sin drogas ni aeropuertos.
Llegó el día en el que se plantó, en el que fue decidido a decirle todo eso y un poco más, a no hacer de su palabra su única acción del día. Fue decidido, a paso firme. Con toda su timidez a cuestas, también con cierta taquicardia emocional. Ahí fue. Y se le plantó, después del saludo de rigor. Y le dijo:
"Hola, cómo estás?"
Una vez más, no se animó. Y prefirió guardar silencio. Tanto él como su amor. Que, posiblemente, jamás será descubierto. Todo, mientras miraba sus labios.
Podría hacer mil y un comentarios sobre lo que fue el concierto de Duran Duran el sábado pasado, después de esperar bastante tiempo para que LeBon, Rhodes y los Taylor salgan a escena. Podría también mantener la incógnita y contarles que toda esa noche fue muy especial para mí, por algún que otro motivo.
Podría enumerar los temas tocados, contarles lo que se sintió cada salto en "Planet Earth" y alguna que otra lágrima con motivo más que justificado en "Save a Prayer".
Podría reclamarle a la banda el no haber hecho "What happens tomorrow", el tema más dulce de los últimos 20 años de los británicos.
Y, posiblemente, podría detallar toda la noche, de principio a fin, contando qué ví y qué dejé de ver en el Personal Fest.
Pero hoy, y acompañando a ese motivo que hizo que la noche del sábado fuera tan pero tan especial para mí, recuerdo otra cosa: mi papá me hizo escuchar por primera vez a Duran Duran. El recuerdo es tan alejado que todavía él trabajaba en relación de dependencia, pero a la vez es tan fuerte que retengo como si fuera ayer que lo que inicialmente me mostró fue "New Moon on Monday". Mi viejo no tenía idea de palabra alguna en inglés salvo el transformado "gol" (goal), pero aún así tenía los discos de los Beatles, de Creedence, de Johnny Rivers y alguno que otro de los Beach Boys. Y podría haber empezado por ahí. Pero no, me hizo escuchar Duran Duran a mis escasos seis años.
Y si bien compartí el concierto con gente que conozco y quiero, con gente que aprecio, si bien sé que hay gente que no vio lágrimas pero que las sintió como propias, y hasta las compartió incluso, me hubiera encantado ver que mi viejo se quedaba petrificado con "New moon on Monday".
Ahora caigo: como él físicamente no estaba, no la tocaron. Bien por LeBon, Rhodes y los Taylor. Sin papá presente, esa canción está ausente en el setlist.
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