La noche ideal
Habrá seguramente bocas pintadas, vestidos largos con escotes pronunciados en el frente y en el dorso de cada una de ellas.
Percibiré perfumes importados, dulces como esos que tanto me gustan. Habrá peinados tan sencillos como bonitos, existirán besos suaves que enciendan todos mis sentidos, que los estimulen, que los despierten y los mantengan alerta. Veré los gestos más cómplices y las miradas más sinceras que puedan invadirme. Las palabras justas y los silencios necesarios. Habrá una cena y un postre abstracto, lleno de dulzura tácita en el que “ese” momento será la cereza de dicho postre. Viviré la noche ideal con la mujer que amo, o mejor dicho, que amaré, quién sabe cuándo. Intentaré inmortalizar el momento en alguna que otra instantánea de su rostro, de su pelo, de su sonrisa, netamente gestual y admirable. Aplicaré el automático para ponerme junto a ella e inmortalizarme al unísono, para poder recordar en 800 por 600 esa noche, aquella tarde y esa lejana mañana. Para mirarla una y mil veces, para mandarla a imprimir, para ponerla en un recuadro en mi mesa de luz y tenerla ahí todas las noches, poder contarle qué me pasa cuando no está conmigo, para darle el beso de los buenos días aunque al darme vuelta solo vea una pared.
Existirán mil lugares comunes. Quizá esto que escribo sea uno de ellos. Seguramente es uno de ellos. Pero nunca, nunca, nunca, existirá algo igual como volver a dormir en una misma cama con mi hija. Nunca. Jamás.
Eso no lo igualan ni perfumes importados, ni peinados bonitos, ni gestos cómplices, ni cerezas en el postre, ni portarretratos para fotos de 800 por 600 en mesas de luz.
Te amo hija,
Papá
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