Sólo una historia más...
¿Qué hace que uno se encariñe con la gente? ¿De dónde nace eso? Asumo que es algo innato de esas personas de quienes uno se encariña: uno no tiene bien en claro cómo lo hacen, ni por qué, ni si pasa con todo el mundo o es algo que a uno puntualmente se le aparece como el sol en las mañanas y ahí está, siempre presente. Lo que sí sé es que lo que viene a continuación es real. Tampoco sé bien por qué se me apareció ahora en la memoria, sólo me pregunto qué habrá pasado con él.
Seguramente no era el que más viajaba para trabajar. Tampoco era el único que se esforzaba en su familia, por caso. No era el que más ganaba, de hecho se lo veía bastante triste, acongojado, como si todo lo que hacía día a día no fuera suficiente. Pero se hacía querer. Ojo, no decía nada, ni siquiera era amigo nuestro. Pero nosotros lo sentíamos como propio. Y después de lo que pasó, aún más.
No era más que un chico. “El chico del delivery”, para más datos. Mientras entre Pablo, Guido (las únicas dos personas que alguna vez tuve a cargo laboralmente) y yo nos peleábamos todos los días para saber dónde pedir comida (Pablo, como yo, un amante de la napolitana con fritas; Guido empecinado en pedir ese matambrito a la pizza que yo detestaba, básicamente porque detesto el matambre en todas sus formas), él venía día tras día, o a volantear, o a, efectivamente, traer la comida. Ni su nombre sabía. Bah, sabíamos. Hubo un click, no recuerdo puntualmente referido a qué, que nos hizo hablar más con él, al menos cruzar los típicos comentarios que tres oficinistas intercambian con alguien que trabaja en un rubro totalmente opuesto: carga laboral, día laboral, fin de semana próximo, y poco más.
Un día, vino nuevamente a volantear, como cada tanto lo hacía. Sólo que el menú no era el mismo. Era distinto. El lugar de comidas era distinto. La pregunta caía de maduro: “Perdón, ¿pero vos no laburabas en otro lado?”. “No, no dejé de trabajar ahí, empecé a trabajar en otro lado más”. Incompatibilidad de funciones, diría un alto ejecutivo. Tenía dos laburos, digo yo. Y por qué. “Porque mi señora no tiene trabajo, yo tengo una hijita de un año y medio, y la plata no alcanza, mi mamá tampoco trabaja, y yo me fui del lugar donde antes estaba, que era una funeraria, porque no me pagaban”. Sigo escuchando. “Vivo en Florencio Varela, y me vengo acá todos los días, laburo hasta las cinco de la tarde y después me vuelvo”.
Sólo bastó una cara de preocupación para seguir escuchando: “La verdad que no doy más, viajar tanto me cansa mucho, llego a Constitución y me vengo desde allá hasta Microcentro en bicicleta, a la vuelta hacer el mismo trayecto...cansa mucho”. Una lágrima ajena alcanzó para completar el relato. ¿Qué más? ¿Hace falta decir algo más en esas ocasiones? ¿O callar se convierte en la mejor opción, mirar en la mejor opinión, contener en la mejor decisión? Todo parece indicar que sí. Al menos en ese momento. Pedir un currículum, calmar... mucho más no se puede hacer, o no se debe hacer, o uno quizá no se anima a hacer. Vaya uno a saber.
Esta historia termina acá. Pero quizá un breve análisis empiece desde este punto seguido. El pensar que tantos argentinos y argentinas hacen eso todos y cada uno de los días de su vida. Aquí mismo tienen un ejemplo, corto, esporádico, pero ejemplo al fin: quien suscribe llevó un ritmo similar de vida durante unos meses, donde lo que no sobraban eran los billetes y sí las deudas. Cuando uno choca con estas realidades, pasan dos cosas: pensar en qué injusto en términos de justicia social (vaya paradoja) resulta todo. O qué mal está distribuído todo en nuestro país. O por qué el esfuerzo simula ser tan dispar. Es tan dispar. Sigue siendo tan dispar. Y, por el otro, genera una sensación de satisfacción interior. Esa satisfacción que marca el sentirse afortunado de no correr la misma suerte, al menos por ahora. O de, en mi caso, haber atravesado una dificultad semejante.
“¿Dónde estará ese chico?”, me pregunto. ¿Volanteando? ¿Con otro trabajo? ¿Haciendo ese inmenso viaje desde Florencio Varela a Retiro todos los días? Ojalá que las lágrimas que hoy día se le caigan sean de alegría, y no de esa angustia puta que genera la incesante incertidumbre laboral.
Amén.
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