Lo bueno de extrañar
Suena la misma canción por enésima vez en la mañana. El colectivo no es el mismo, y mis ojos pretenden reflejar una realidad que no es tal. Mi cara de serio, de concentrado, con lágrimas de sueño, no es creíble. Ni yo la creo.
Extraño. Extraño mucho. Imagino. Imagino demasiado. El sueño, o la imagen, convertida en realidad, no sé cuándo vendrá. Siquiera sé si vendrá. No sé si ella vendrá. No lo sé. Aún así, siendo conciente de esa supuesta y casi certera realidad, vuelvo a imaginar. Mientras tanto, extraño.
El rewind en mi cabeza no cuesta. Demora unos segundos. Tantos (unos treinta) como la cinta que vuelve a empezar en el walkman. Pilas gastadas hasta el cansancio. Cinta hecha pelota. Y se repite. Over and over again. Una vez más. Una más por favor. Siempre una más.
Cae. Indefectiblemente cae. Mejor dicho, caen. Una, dos, tres, quizá diez. No, no te engañes Javier: no son lágrimas de sueño. Por lo menos nadie te mira fijo a los ojos: el grado angular de tu cabeza en relación al resto de la gente en ese bus lo impide, por suerte. No estoy para mirar mujeres bonitas vestidas en trajecitos impecables, con el perfume dulce ése que me gusta y los lentes de corte intelectual. No, en absoluto.
¿Está mal extrañar? No, no está mal extrañar. Asumo que se trata de esa vela que no se apaga, por más que parezca consumida. En mi caso, creo que la relación es inversamente proporcional: la vela es cada vez más grande, la llama es cada vez más intensa. Y más viva.
Extrañar. Verbo conjugado una y mil veces por día. Todos los días. En la mañana, aún más. A partir de las nueve de la mañana, todo cambia un poquito, al menos por un par de horas, hasta escucharla. O hasta saber que está del otro lado, atenta a lo que le pueda decir. No importa. Ahí está. Y ese cable que va a la Meridian parece hecho de su piel, y el mic de ese teléfono simula una boca dulce que tira un beso para nada imaginario.
Extraño. Constantemente extraño. Y te amo, constantemente te amo.
Lucía, te extraño mucho.
Tu papá.
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