Seis años sin vos
Creo haberlo contado una y mil veces. Las últimas imágenes fueron no del todo deseadas. Pero fueron. Destino seguro e inevitable, como ya lo conté. Lamentable desenlace. ¿Acaso había otra salida? Who knows...
Mi mamá me despertó a los gritos. Creo que lo único que escuché a esa hora, las cuatro y media de la mañana, fue "papá". Sí, era papá.
Cuando llegué a la habitación ya no se podía hacer nada. Lo primero en lo que pensé fue "solamente fueron treinta segundos". Ya está. Mi mamá lloraba desconsolada en el borde de la cama y lo único que atiné a decirle, abrazado a ella, fue "está donde queremos que esté".
Hace seis años que Víctor Alberto, o sea papá, no está entre nosotros físicamente. Hace cincuenta y nueve que nació, hace seis que está donde todos nosotros, los de nuestra familia, los creyentes, siempre esperábamos que estuviera. No sé si tan pronto. No sé si en ese momento. No sé si por eso. No sé cuándo era el momento. No creo que tuviera que ser ése. Pero fue. Y lo sufrí, y lo sufro, y lo seguiré sufriendo. Todas las fechas son feas, todos los recordatorios que te llevan a la muerte de un ser querido duelen, hieren, y son ineludibles. Pero un 23 de diciembre suena a demasiado. Cinco días después de su cumpleaños. A dos días de la Navidad.
Lo miré en una de sus últimas horas. No me reconocía, ya fulminado por esa puta enfermedad llamada cáncer. Un par de días antes tuve que hacer una de las cosas que más me dolió en mis veintisiete años de vida: afeitarlo. Sí, algo tan simple como eso. Porque él me enseñó esa práctica, así como tantas otras. Y él, que era un camión con acoplado de 187 centímetros de estatura, seguramente no lo hubiera permitido de estar en su plena conciencia. Tuve (tuvimos) que darle de comer, atender sus necesidades, tratar de mimarlo en la medida de lo posible, acompañarlo, cuidarlo, quererlo más que nunca. Como algo que sabés que se te va a ir indefectiblemente. Como ese poquito de agua que uno puede tener en la mano... por segundos. No más que eso. Porque eso fueron. Segundos. Ni tiempo de reacción. Ni lugar para despedidas. Ni espacio para abrazos contenedores. Ni palabras para decir. Ni juegos para disfrutar. Ni partidos para compartir. Ni fotos para mirar, ni miradas para entender, ni oídos para escuchar. Ni asados para preparar, ni enojos para bancar. Ni música para escuchar, ni políticos a los cuales putear. Nada. Nada de eso. Ni la nada misma.
Mi viejo falleció de cáncer el 23 de diciembre de 1998. Seis años. Y si bien faltan dos días para que se cumplan esos seis años, prefiero contarlo ahora, sacarme "toda la mierda de encima" ahora, como si fuera un trámite burocrático que uno se rehusa a enfrentar, como una obligación por la cual uno no quiere pasar. ¿Los recuerdos? Por supuesto, son los mejores, los más lindos, los más reconfortantes, los más didácticos y los del mejor papá que alguna vez haya existido. Pero el primer recuerdo es este. El de su pelea, el de su ida.
El de saberme el hijo más orgulloso de su papá.
Viejo, las lágrimas no son en vano. Nunca. Jamás.
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