El otro basquet
Sabiendo que me encanta el básquet, no sería secreto ni descubrimiento alguno contar que amo jugar al básquet. Siempre creí, o supe interiormente, que era una de las poquitas cosas que me salen medianamente bien. Me reconozco bastante negado para otras cosas, para jugar al fútbol, al truco, al pool, y a demás cosas que he intentado en su momento con mayor o menor constancia y que, rendido a las pruebas de lo actuado, he abandonado, asumo más que nada por frustrarme en el intento que por el hecho de sentirme realizado al hacerlas.
Pero en cuanto al basquet en sí, considero que he redescubierto el juego. "Mi" juego. Y no tiene particularmente que ver con aprender una nueva jugada, volcar la bola en un "alley-oop" o dejar parado a mi defensor con un crossover rapidísimo. No, nada que ver. Tiene que ver con la esencia de este juego como "equipo".
Hace dos semanas nos juntamos y fuimos en caravana. Allá, otro de nosotros nos estaba esperando, en realidad estaba en camino. Nos preparamos, jugamos, nos miramos, nos divertimos. Y reconozco que nunca me había pasado eso. Nunca, en mis siete años como jugador de inferiores, ni en mi año como técnico, me había pasado algo así. Es cierto, el juego me entretiene y en una cancha me siento el tipo más feliz del mundo. Tampoco es descubrimiento eso. Pero me invadieron otras sensaciones. Distintas, muy distintas. Ni mejores ni peores, simplemente distintas. Estaba jugando con mis amigos, con ellos, los que me bancan, me soportan, me divierten y los que se apoyan en mí a veces. Los que sufren conmigo, los que se ríen conmigo, y también los que piensan de un amigo lo mismo que yo.
Fue en uno de esos momentos, en el medio del partido, que no me interesó otra cosa que no fuera esa. Ya no importaba si íbamos 20 o 30 puntos abajo, si había errado diez tiros de tres puntos o si la defensa en zona que estábamos haciendo era buena, regular o sencillamente impresentable. Lo que importaba eran ellos, el momento y sus circunstancias, como decían algunos viejos periódicos de época.
Agradecer en este espacio a estos tres "delincuentes" (como afectuosamente los llamo) suena a redundante. Y muy posiblemente lo sea. Mejor me preparo para el próximo partido.
(Este momento ha sido musicalizado por The Cure con "Friday I'm in Love")
Pero en cuanto al basquet en sí, considero que he redescubierto el juego. "Mi" juego. Y no tiene particularmente que ver con aprender una nueva jugada, volcar la bola en un "alley-oop" o dejar parado a mi defensor con un crossover rapidísimo. No, nada que ver. Tiene que ver con la esencia de este juego como "equipo".
Hace dos semanas nos juntamos y fuimos en caravana. Allá, otro de nosotros nos estaba esperando, en realidad estaba en camino. Nos preparamos, jugamos, nos miramos, nos divertimos. Y reconozco que nunca me había pasado eso. Nunca, en mis siete años como jugador de inferiores, ni en mi año como técnico, me había pasado algo así. Es cierto, el juego me entretiene y en una cancha me siento el tipo más feliz del mundo. Tampoco es descubrimiento eso. Pero me invadieron otras sensaciones. Distintas, muy distintas. Ni mejores ni peores, simplemente distintas. Estaba jugando con mis amigos, con ellos, los que me bancan, me soportan, me divierten y los que se apoyan en mí a veces. Los que sufren conmigo, los que se ríen conmigo, y también los que piensan de un amigo lo mismo que yo.
Fue en uno de esos momentos, en el medio del partido, que no me interesó otra cosa que no fuera esa. Ya no importaba si íbamos 20 o 30 puntos abajo, si había errado diez tiros de tres puntos o si la defensa en zona que estábamos haciendo era buena, regular o sencillamente impresentable. Lo que importaba eran ellos, el momento y sus circunstancias, como decían algunos viejos periódicos de época.
Agradecer en este espacio a estos tres "delincuentes" (como afectuosamente los llamo) suena a redundante. Y muy posiblemente lo sea. Mejor me preparo para el próximo partido.
(Este momento ha sido musicalizado por The Cure con "Friday I'm in Love")
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