El día de la revolución (Certero golpe a la realidad)
"Comiendo salchichas con puré" podría haber sido mi respuesta. Quizá la de alguien más. Y así deambularíamos por frases como "en un cine", "haciendo cucharita", "tomando un café", "jugando con mi hijo" o cualquier cosa que se les ocurra. Pero para mí y para mucha gente la respuesta a la pregunta "qué estabas haciendo el cuatro de septiembre del 2002 a la noche?" hubiera sido sencilla: llorando frente al televisor.
Hace más o menos un año lo llamé "el día de la revolución". Y es posible que así haya sido para muchos. Hace poco, "la" selección pasó por algo similar, en una instancia aún más importante y, si se quiere, con otro sabor. Pero el gustito que tiene la primera vez (no sólo para esto, sino para cualquier otra cosa) es totalmente particular, especial, único e irrepetible.
Es que efectivamente para quienes seguimos todo este mundo, fue verdaderamente una revolución. Diez años antes, ví cómo esa selección con talento pero falta de carácter se enfrentaba a toda una constelación de figuritas, mundialmente conocidas, multimillonarias y llenas de carisma. Si bien ese primer equipo fue incomparable (esto de "incomparable" es totalmente literal, ese equipo no se empardará jamás), los que lo siguieron mostraron contundencia, lujos y, en una dosis importante y hasta incómoda, soberbia.
Dos meses antes de esa fecha, pude hablar con el técnico de "mi" selección. Le pregunté con qué expectativas íbamos a jugar, qué nos esperaba, y también le pregunté, en forma más técnica y traducida aquí en forma "menos complicada" (a fin de hacer esto más familiar para todos) si creía en milagros. Me dijo que no, en realidad fue un "ni". Dejó abierto el crédito, pero tampoco fue contundente en sus afirmaciones. Campeón de la cautela.
En la mesa éramos cinco. Mi hermana Adriana, mi mamá, Natalia, Lucía aún en la panza de Natalia, y quien suscribe. Pasó el primer cuarto y estábamos demasiado bien. En el segundo le sacamos veinte y me empecé a mirar con mi vieja, "ya se van a recuperar", decía yo interiormente. "Mejor no ilusionarse" afirmo by myself, mientras el Chapu le vuelca la bola a Ben Wallace.
No voy a relatar el partido. Cuando escucho el "final, final...." me puse a llorar sin consuelo. Sin consuelo alguno. Yo sabía que me miraban y que, en parte, todos lloraban conmigo. Al menos quienes son parte de mi familia desde siempre, que conocen mis amores y mis debilidades. Lloré. Mucho. De emoción, de alegría, de no tener a mi viejo cerca para disfrutarlo con él. Lloré por horas, días, meses, años de lectura, de práctica, de visión sobre el tema. Y lloré por mí. Por mí y por ellos. Me fui a disfrutar del triunfo a distancia con mucha gente, con gente que quiero. Me encontré por MSN con mucha gente, con alguien muy especial para mí, alguien que vivió y vive mis alegrías como propias. Y seguí llorando...
Desde ese día el deporte cambió. A partir de esa fecha, las cosas no fueron ni son iguales. Ellos posiblemente sigan siendo los mejores, pero nos mirarán con otros ojos. Y nosotros también.
En definitiva, es lógico luego de una revolución...
Hace más o menos un año lo llamé "el día de la revolución". Y es posible que así haya sido para muchos. Hace poco, "la" selección pasó por algo similar, en una instancia aún más importante y, si se quiere, con otro sabor. Pero el gustito que tiene la primera vez (no sólo para esto, sino para cualquier otra cosa) es totalmente particular, especial, único e irrepetible.
Es que efectivamente para quienes seguimos todo este mundo, fue verdaderamente una revolución. Diez años antes, ví cómo esa selección con talento pero falta de carácter se enfrentaba a toda una constelación de figuritas, mundialmente conocidas, multimillonarias y llenas de carisma. Si bien ese primer equipo fue incomparable (esto de "incomparable" es totalmente literal, ese equipo no se empardará jamás), los que lo siguieron mostraron contundencia, lujos y, en una dosis importante y hasta incómoda, soberbia.
Dos meses antes de esa fecha, pude hablar con el técnico de "mi" selección. Le pregunté con qué expectativas íbamos a jugar, qué nos esperaba, y también le pregunté, en forma más técnica y traducida aquí en forma "menos complicada" (a fin de hacer esto más familiar para todos) si creía en milagros. Me dijo que no, en realidad fue un "ni". Dejó abierto el crédito, pero tampoco fue contundente en sus afirmaciones. Campeón de la cautela.
En la mesa éramos cinco. Mi hermana Adriana, mi mamá, Natalia, Lucía aún en la panza de Natalia, y quien suscribe. Pasó el primer cuarto y estábamos demasiado bien. En el segundo le sacamos veinte y me empecé a mirar con mi vieja, "ya se van a recuperar", decía yo interiormente. "Mejor no ilusionarse" afirmo by myself, mientras el Chapu le vuelca la bola a Ben Wallace.
No voy a relatar el partido. Cuando escucho el "final, final...." me puse a llorar sin consuelo. Sin consuelo alguno. Yo sabía que me miraban y que, en parte, todos lloraban conmigo. Al menos quienes son parte de mi familia desde siempre, que conocen mis amores y mis debilidades. Lloré. Mucho. De emoción, de alegría, de no tener a mi viejo cerca para disfrutarlo con él. Lloré por horas, días, meses, años de lectura, de práctica, de visión sobre el tema. Y lloré por mí. Por mí y por ellos. Me fui a disfrutar del triunfo a distancia con mucha gente, con gente que quiero. Me encontré por MSN con mucha gente, con alguien muy especial para mí, alguien que vivió y vive mis alegrías como propias. Y seguí llorando...
Desde ese día el deporte cambió. A partir de esa fecha, las cosas no fueron ni son iguales. Ellos posiblemente sigan siendo los mejores, pero nos mirarán con otros ojos. Y nosotros también.
En definitiva, es lógico luego de una revolución...
1 Comentarios:
qué te puedo decir nene, mucha suerte con esto y es muy interesante leerte
un abrazo!
:)
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